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El Álamo y Los Cerezos s/n., Calle El Álamo, M5561 Tupungato, Valle de Uco, Mendoza

El invierno está aquí y con él, el silencio.

Ayer Joaquín partió a la ciudad al filo de la tarde, arrastrando tras de sí la última tibieza de la temporada.

El amanecer se vistió de gris implacable y el temporal andino se instaló en el valle. Atrás quedaron los días cálidos donde el trabajo parecía no terminar jamás. Ahora, todo descansa. Las cepas. Los vinos. Las pasarelas de las bodegas. Los gatos. La Luna. Yo misma, escribiendo junto al fuego de la estufa.

Afuera, se callaron de golpe las fiestas, las canciones, las guitarras, las risotadas que hace fermentar el vino, yendo de copa en copa, de mano en mano, de boca en boca.

Se oye el gorgoteo en el pecho de las palomas que se refugian bajo el alero. Se oye el viento arrastrando hielo de las montañas nevadas como navajas. Se oye el aleteo de los cernícalos remontando vuelo después de lanzarse en picada sobre la presa que aprietan entre las garras. Se oyen las gotas que escurren por el techo de chapa.

De esto se trata hacer vino, de saber crecer en silencio. De saber ir hacia adentro cuando el ciclo marca la hora. De bajar la savia a la profundidad de las raíces. Dejar que el frío limpie. Dejar que el invierno nos pele, nos quite, nos recluya, nos exija ser mejores.

Ahora comprendo porqué los grandes vinos de la historia han sido obra de los monjes. Y es que uno de los ingredientes imprescindibles para lograr un gran vino es el silencio y muchos le temen, como sustancia corrosiva implacable que es.

En esa ausencia absoluta de voces, de músicas, de charlas, el vino desarrolla sus propias palabras, su propia poesía, su propio canto. Crece en él un espíritu único, hecho de ráfagas cordilleranas, de lluvia sobre las chapas, de arrullo y vuelo de los pájaros sobre la grisácea soledad del paisaje, de crepitar de troncos y humo espeso en la boca de las chimeneas que se eleva al cielo llevando nuestros sueños y nuestras plegarias.

Así se están criando nuestros vinos. Con la sabiduría ancestral de la Pacha recordándonos la importancia de honrar nuestro destino cada vez que pisamos en ella. Con el corazón abierto de par en par para abrazar las horas de soledad sin tristeza y disfrutar de este silencio limpio que nos permite conectar con nuestra más profunda esencia y razón existencial.

Somos lo que hacemos, y amar lo que somos es nuestra mayor fuente de alegría espiritual. Sin amor no hay paz. Ni hay grandeza.

Ahora buscaré más leña para poner al reparo de esta garúa que promete quedarse. Iré a dar de comer y beber a los animales. Revolveré las tripas de esta estufa cada vez que haga falta, y trataré de recordar cómo fue que llegué a convertirme en protectora de estos vinos sagrados que se embellecen en el silencio.

Post Author: Giovanna Carparelli

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